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César Aguilera CastilloHistoriador

César Aguilera Castillo (en el centro) con Mario Antolín, Santiago Arbós Ballesté, Carlos González Esteban, Teresa Jiménez de Orbaneja y Antonio Morales en el acto de presentación de la exposición de Rafael Botí celebrada en el Museo de la Ciudad (Madrid) en 1993.

ESENCIALIDAD Y ARMONÍA EN LA OBRA DE RAFAEL BOTÍ 

No sería exacta ninguna interpretación de la obra pictórica de Rafael Botí si no tuviéramos en cuenta el ritmo armónico de su alma musical. Vázquez Díaz lo subrayó con la anticipación debida: la música del paisaje es percibida por Botí, y el canto del mirlo acompaña su silencio. Rafael Botí pintó con exactitud encantada, con un embrujo total que desborda el cuadro. No era propia de su paleta la agresividad del humano vivir, o la arista doliente. No. Cada obra capta al observador por el lirismo intrínseco a la virginidad más pura, más simplificada, de las cosas, árboles, paisajes, bodegones. No supo de retóricas; sí supo, y lo transportó a su obra, del inmenso concierto musical que es el cosmos, al que desgranaba, con el virtuosismo del genio, en sus menudas maravillas humildes, como si fueran notas musicales de la inmortal sinfonía. Quizá por eso en cada uno de sus cuadros busca lo esencial del asunto que se propone, y de ese hallazgo emerge, impalpable, pero real, la trascendencia. Una indecible melancolía en la pura luz alegre del Cristo de los Faroles; un sobrecogimiento lírico ante los almeces del Botánico, sencillos, solitarios, casi desvalidos. La obra de Botí deberá ser estudiada y valorada por generaciones sucesivas, por cuanto que toca, araña, invade, las altas regiones en donde lo inmortal tiene su asiento. 

 

DEL HOMENAJE TRIBUTADO A RAFAEL BOTÍ EN EL MUSEO DE LA CIUDAD (MADRID) EN MARZO DE 1993.

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