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Eduardo Alaminos LópezDirector Museo de Arte Contemporáneo de Madrid

Eduardo Alaminos López

El Museo de Arte Contemporáneo de Madrid atesora siete pinturas del pintor cordobés de nacimiento y madrileño de adopción Rafael Botí (Córdoba, 1900 - Madrid, 1995), que abarcan un amplio periodo cronológico, desde 1925 hasta 1970.

Madrid, ciudad y paisaje, interesó desde múltiples perspectivas a nuestro pintor. Discípulo de Julio Romero de Torres, en su tierra natal, y de Vázquez Díaz, en nuestra ciudad, Madrid ha representado en la obra de Rafael Botí, tras su llegada desde Córdoba en  1917, el escenario donde el artista encontró su medio de vida y donde descubrió la verdadera dimensión de su afición por la pintura. Como ha subrayado David Ledesma Mellado en su monografía Vida y obra de Rafael Botí (2003), los años treinta consagraron a Botí como “pintor de Madrid”. Rafael Botí no es solo uno de los principales artífices de la renovación artística que en el entorno de las vanguardias se produce en la capital de España a partir de 1915 –junto a Barradas, Benjamín Palencia, Alberto y tantos otros que se reunían en la tertulia del Café de Oriente de Atocha– sino también uno de los más fervorosos pintores del paisaje madrileño en el siglo XX.

Para el historiador Jaime Brihuega la figura de Rafael Botí recorre todo el curso del arte español del siglo XX, cuya trayectoria artística se puede plasmar, a juicio del historiador, en la imagen de un díptico, en cuya primera hoja habría que situar su adscripción vanguardista y esa sensibilidad urbana a la que nos hemos referido, mientras que la segunda hoja del díptico vendría definida por cierto ensimismamiento pictórico, en cuya unidad se concatenan dos cualidades importantes de la vocación artística contemporánea: la voluntad de acompasar el arte con la Historia y la fidelidad del artista a los perfiles de su propia experiencia estética.

Artista silencioso como le calificó Juan Manuel Bonet, Rafael Botí jugó, como ya se ha apuntado, un papel importante en el primer tercio del siglo XX, y pertenece a esa genealogía de pintores que han hecho, con pasión, constancia y en silencio, una obra dilatada, sin estridencias, fiel a sus principios estéticos y emocionales, y buena prueba de ello son en otro plano artístico, los vázquez díaz, verdadero museo íntimo, de su colección, objeto de una reciente exposición, que nos recuerda al Botí discípulo del maestro junto a otros pintores como Díaz Caneja o Cristino de Vera, artistas con los que guarda resonancias de una pintura callada e intimista, atenta a lo que, en otras ocasiones, he calificado de pintores del sujeto, verbo y predicado.

La juvenil y barradiana Estación de Atocha (1925) es un buen ejemplo del mapa emocional del periodo vanguardista de Botí atento a la fusión de elementos urbanos, industriales y tradicionales del paisaje madrileño. Derribo (1929), evoca el método y el espíritu constructivista del uruguayo Torres García, repertorio de tipologías arquitectónicas amalgamadas compositivamente a la manera de las composiciones de signos del uruguayo. Barrio de las latas [en las Ventas del Espíritu Santo], (1940), Paisaje de Vallecas (1942) y Paisaje de Madrid (1942) remiten al mundo suburbial de la gran ciudad, tema tratado por las vanguardias, en los que encontramos ecos de la Escuela de Vallecas de Alberto y Palencia, reinterpretada bajo el prisma de la objetividad y cierta vuelta al orden figurativo, claro síntoma, a su vez, del difícil momento de la posguerra. Obra más tardía, El tiovivo en el Paseo de Extremadura (1952) es buen exponente de cierta corriente figurativa lírica atenta a una descripción intimista de la realidad. Y por último, Paseo del Jardín Botánico (1970), síntesis entre el paisaje puro representado por el arbolado y el signo urbano representado por la puerta y su arquitectura (que podemos relacionar con el mismo tema pintado en el siglo XVIII por Luis Paret) es exponente de su interés y obsesión por este enclave que ya desde los años treinta lo pintó en numerosas ocasiones, volviendo a él posteriormente y a su frondoso arbolado, eco también de la asimilación de pintores como Cézanne, Picasso, Braque o Matisse que le permitió su viaje a París en 1929 como ha recordado Francisco Calvo Serraller.

Todas estas obras, con excepción de La Estación de Atocha, adquirida hace ya tiempo, han sido generosamente donadas por su hijo Rafael, fijan en la colección del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid la figura y la obra de un artista imprescindible en la historia artística y cultural de nuestra ciudad.

E.A.L.
Inédito 2015

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