Santiago Arbós BallestéPeriodista y crítico de arte
RAFAEL BOTÍ: SINFONÍA PICTÓRICA
El libro que comentamos, dedicado a Rafael Botí por Antonio Manuel Campoy, es el tomo cuarto de la colección «Grandes Maestros de la Pintura Andaluza», editada por Correo del Arte. Se trata de un hermoso volumen ilustrado con reproducciones en color de noventa cuadros fechados entre 1922 y 1991 –setenta años de trabajo en cifras redondas– y muchedumbre de recuerdos fotográficos de la dilatada vida del artista y su entorno social y familiar. Completan la monografía sendos textos –indispensables– de José Caballero (1959) y Daniel Vázquez Díaz (1962), un extracto biográfico del pintor y una docena de entrevistas periodísticas aparecidas entre 1959 y 1991, en las que el maestro cuenta curiosas vivencias y confiesa sus devociones artísticas. Todo este material será muy útil para el conocimiento de la vida y la obra de Rafael Botí por el gran público.
El estudio de Campoy, felizmente titulado «Rafael Botí: sinfonía pictórica», se divide en cuatro partes o tiempos de orden musical en clara alusión a la doble actividad artística del sujeto, pintor y músico, o músico y pintor: «Allegro cordobés appassionato», «Adagio maestoso del aprendiz y del maestro», «Minueto: temas y variaciones» y «Rondó de la obra bien hecha». En el primero, Campoy estudia con fruición y tino el entrañable cordobesismo del cordobés Rafael Botí, nacido en la propia ciudad de Córdoba el 8 de agosto de 1900, ya va para 93 años.
En su exhaustiva e inteligente investigación sobre la fidelidad de Botí a su raíz cordobesa, y a propósito de la teoría de Hipólito Taine sobre el desarrollo del artista en su medio, propuesta en el símil de las semillas y las plantas, aflora la figura de Romero de Torres. «Semillas y plantas cordobesas –dice Campoy– son Julio Romero de Torres y Rafael Botí, cierto que sin relación temperamental ni temática alguna. Son mundos distintos, pero mundos cordobeses, y no sé, no sé, qué pueda ser más modularmente cordobés, si «el poema de Córdoba» de Julio, o si alguno de esos patios recónditos de la Judería que ha pintado Rafael.» Para mí es evidente que Campoy lo sabe y lo dice de modo tácito. Entre la pintura alegórica de Romero y la esencial de Botí no cabe la menor duda.
Muy sutil es la observación de Campoy sobre el predominio de lo judaico en Romero de Torres y de lo latino en Botí. «Es posible –observa Campoy– que a Romero de Torres, sin que le sobre nada, pueda faltarle una pizca de ironía. Su mundo acongojado y tan inquietantemente sensual adolece de una ausencia de sonrisas, de donde es pertinente convenir en el predominio de lo judaico en Romero de Torres, un mundo, una estética en este caso, cuya genealogía nos llevaría a Pablo de Céspedes, a Bartolomé Bermejo y al perplejo Maimónides. El eros sonriente de lo cordobés tiene, por el contrario, una genealogía latina, salpicada de sales áticas tan localizables en Lagartijo cuando empuña los rehiletes, en el don Juan Valera de sus novelas evocadoras de la primavera cordobesa, y en el Rafael Botí que quita penas a las jarchas hebreas de los patios de Córdoba al llenarlos de claridad y de flores. No es, claro está, que Rafael Botí haga humorismo en su pintura, pero tampoco hace gravedad de luto aliviado. La sencillez expresiva de Botí es muy latina, y hay en esta sencillez algo inconfundible de cordialidad cristiana, algo exactamente cordobés.» Recomiendo muy especialmente al lector este primer capítulo del libro. Es de antología.
A continuación Campoy traza un ameno panorama de la vida española de principios de siglo como contexto del encuentro en Córdoba del niño Rafael Botí con la música y la pintura; nos informa sobre el aprendizaje que hizo de ambas disciplinas; nos recuerda que durante muchos años fue profesor de viola en la Orquesta Filarmónica de Madrid; nos introduce en el círculo del maestro Daniel Vázquez Díaz; nos invita a acompañar al músicopintor en su primer viaje a París, y glosa para nuestro recreo el entrañable repertorio de los temas plásticos preferidos por Botí. En el capítulo final del libro, «Rondó de la obra bien hecha», Campoy hace balance del trabajo del pintor. «La obra de Rafael Botí –afirma– puede advertirse en tres momentos. Uno, el inicial, en que la proximidad de Romero de Torres –nunca su influencia– viene a significar Córdoba, una Córdoba callada, escueta, en la que sus símbolos son los literales de sus patios y sus plazas, sin tentaciones alegóricas. Otro momento sería el de un mirador de París y, sobre todo, el de la lección de Vázquez Díaz, que vino a corroborar la sobriedad instintiva del pintor, cierto que constituyéndola más, vigorizándola. Vázquez Díaz deja en su discípulo Rafael Botí la riqueza de sus grises argentados. El tercer momento debe ser el de la asunción de los dos momentos anteriores, personalizándolos hasta hacerlos inconfundibles.»
En el siguiente párrafo de Campoy queda claramente resumida su inteligente tesis sobre la estética de Botí: «Si miramos bien los cuadros de Rafael Botí sorprenderemos en ellos la huella de la enseñanza poscubista que redimió a don Daniel de cualquier continuismo impresionista. No es que Rafael Botí tenga cosa que ver con el neocubismo, pero sí que aprendió a través de don Daniel la lección impávida de la geometría, una disciplina que en la obra de Botí no asoma sus aristas, pero que sí sugiere su indiferencia y hasta su repulsión por la orgía cromática, por la confusión.»
ABC, 7 DE MAYO DE 1993.