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Carmelo CasañoPeriodista

Con su hijo, Carmelo Casaño, Carlos Clementson y José Jiménez, en Córdoba en 1990.

RAFAEL BOTÍ O LA AUTENTICIDAD (HOMENAJE PÓSTUMO)

La Asociación de Artistas Plásticos Cordobeses había decidido, días antes de su tránsito, homenajear sencillamente a Rafael Botí, que la había presidido honoríficamente durante varios años. Como no fue posible entregarle la placa conmemorativa, lo hicieron, el pasado noviembre, en la persona de su hijo en un acto celebrado en la Galería Juan Bernier de Córdoba, al clausurarse una exposición antológica de artistas vinculados por nacimiento o vivencias a la ciudad andaluza. Las palabras que pronuncié en tal ocasión son las que reproduzco.

«No quiero esta tarde detenerme demasiado en la obra de Rafael Botí sino destacar, para entender las coordenadas de su pintura, indisociables de su persona, que fue un cordobés genuino, con determinación de origen. Ello significa dejar a un lado el culto a la novedad, el experimento por el experimento, apartarse de las estériles disputas estéticas, estar más atento a las voces interiores que a los ecos externos, ser, en definitiva, auténtico, fiel a sí mismo. En este caso, a aquel niño deslumbrado que, a primeros de siglo, recorría, diariamente, en pantalón corto, la ribera del Guadalquivir, los pagos de la Fuensanta, los barrios modestos de la Ajerquía, los encalados patios de vecindad en los que mayo estallaba los geranios... lugares que nunca le abandonaron y que él nunca abandonó: que están presentes, íntimos, en el filarmónico concierto de sus purísimos colores.

En su obra, exacta medalla de su vida, se advierte, como una constante, invariable, contra viento y marea, esa fidelidad de origen, prístina, que trasluce, lo mismo cuando pinta un paisaje urbano de París, las tierras costeras de Fuenterrabía, su último jardín de Torrelodones, o la recordada plaza cordobesa del Cristo de los Faroles, una unidad en la variedad que muy raramente se encuentra en el arte de nuestro tiempo, tan dado a la dispersión. Botí, el auténtico, siempre tuvo bien claro lo que era para él la pintura, porque siempre tuvo bien clara la cosmovisión en la que se sostenía. Eso, a veces, se ha llamado vocación de estilo, pero en realidad es una búsqueda, sin angustias ni deserciones, mansa, natural y fluida de la verdadera personalidad. Han dicho que la enfermedad de los artistas modernos y posmodernos es la conciencia dividida. Podemos proclamar que Rafael Botí siempre estuvo indefectiblemente sano.

Su autenticidad se anclaba en la sencillez, esa sencillez que nace de un ánimo claro, diáfano, sin recovecos ni plegamientos. Como en este tiempo, que Octavio Paz califica de «seductor y tempestuoso», hemos olvidado casi todas las lecciones clásicas y, en consecuencia, nos estamos quedando sin tablas de salvación, ya no ponemos, como antídoto de la soberbia, a la sencillez. Y eso que los romanos –no se olvide en este punto que la Córdoba profunda, que tan bien representa Rafael Botí, se halla más cerca de la romanidad que del arabismo andalusí– lo habían dejado dicho en un luminoso aforismo: Simplex sigilum verit, lo sencillo posee la impronta, el sello de la verdad.

La autenticidad de nuestro pintor también está firmemente amarrada a la ilusión. Bien miradas, su vida y su obra (salvemos a ésta de las etiquetas que le han colgado: posimpresionista, ingenuista...), son una apuesta imperturbable a favor de la ilusión. Como, igualmente, hemos olvidado que la refutación del nihilismo es la inocencia, nos resulta difícil comprender el valor de la ilusión: cuando ella falta, cuando deja de ser el centro de la vida, todo se torna amanerado, esclerótico, sin zumos, enclenque, inauténtico. Rafael Botí sabía, no de manera infusa sino tras una experiencia superadora de muchos dolores que, si las energías de la ilusión desfallecen, a renglón seguido, se congelan los afanes de aventura para desentrañar, día a día, sin claudicaciones, la realidad circundante. En el arte, aun más que en la vida cotidiana, la ecuación ilusiónautenticidad, es definitiva para que surjan las intimidades de la belleza con un esplendor contaminante. Esto lo supo, como muy pocos artistas y hombres y mujeres contemporáneos, un cordobés auténtico, enterizo, que vino al mundo hace ya casi un siglo y al que, desde febrero pasado, un ángel músico y un ángel pintor, se relevan para velar su sueño.»

ESPIRAL DE LAS ARTES, 25 (1996).

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