Cargando

Javier González de VegaPeriodista

Con su hijo y Javier González de Vega en la exposición celebrada en el Museo de la Ciudad (Madrid) en 1993.

En un Madrid en que los cielos altos y limpios y las tibias temperaturas engañan con una primavera imaginaria, la obra del artista cordobés ha colocado bajo la espléndida cúpula artdecó de Barquillo 5 la realidad de un mundo imaginario en su belleza y su inocencia primigenias.

El cuidado exquisito con que se han elegido los cuarenta cuadros que forman la exposición da una visión panorámica de la trayectoria estética de un hombre que es artista por la gracia de Dios, y que por ello no se engríe ni se ufana en su obra. ¡Y podría hacerlo, porque desde hace más de setenta años lleva recibiendo felicitaciones de las más ilustres plumas!

Pero aquel niño que a los nueve años iba con su violín bajo el brazo al Conservatorio de Córdoba, y que a los once se escapaba mansamente del rigor de los modelos geométricos que le proponía don Julio Romero de Torres para atreverse a copiar el milagro de la figura humana o el temblor enhiesto de un ciprés, sigue conservando la misma inocencia, la misma ilusión y la misma alegría con que Adán fue descubriendo las cosas, y en cada ocasión su mirada embellece lo que mira y al plasmarlo en el lienzo pone en ello toda su humilde sabiduría y toda la grandeza de su corazón silenciosamente enamorado de la vida y de la luz.

La exposición de Botí es el recorrido por una larga vida en la que Dios le ha conservado una excepcional lucidez, una vista juvenil y la alegre humildad de los puros de corazón.

Desde el primer cuadro, con paisaje de la sierra de Córdoba, pintado en 1922, hasta los dos resplandecientes paisajes de otra sierra, la de Guadarrama, recién pintados, hay una línea sólo interrumpida por los diez años en los que el recuerdo del drama máximo que es una guerra civil puso en el corazón de Botí una tristeza que le impidió pintar.

Sin embargo cuando la insistencia de los que le admiraban y le querían, le hizo volver a sus pinceles, ninguna de las sombras de su alma se reflejó en sus cuadros.

Paisajes agrestes o domesticados como los de los patios de Córdoba o el Jardín Botánico; barrios que hoy son colmenas humanas y cuando él los pintó eran aún pueblos en los que el verde crecía entre las casillas y los pequeños huertos se animaban con el canto de los gallos.

O las entonces limpias y tranquilas aguas de Fuenterrabía o del Bidasoa, y en ellas el reflejo de lo que se hacía con el arte más avanzado, unificado por la personalidad inmutable de Botí.

Su actitud constante de admiración sin límites a los que consideraba maestros, su sencillez al no pretender ser genial dan por resultado una pintura donde no hay altibajos ni estridencias, extravagancias ni tontos afanes de llamar la atención.

Y sin embargo su personal modo de ver los colores, su infalible manera de componer y la seguridad del dibujo que subyace en todos los cuadros hacen que un cuadro de Botí a lo que más se parezca es a Botí mismo.

Pasearse con la imaginación por uno de sus jardines o sus bosques, en los que el verde es consecuencia del canto de los grises, los malvas, los violetas y los ocres, o tener la ocasión de charlar con un hombre que en el noviembre de su vida tiene toda la dulzura y la esperanza de la primavera, es un privilegio que no se puede desperdiciar.

ANTIQUARIA, 67 (1989).

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para el correcto funcionamiento del sitio y generar estadísticas de uso.
Al continuar con la navegación entendemos que da su consentimiento a nuestra política de cookies.
Continuar