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Rosa LuquePeriodista

Rafael Botí en su domicilio madrileño con la periodista cordobesa Rosa Luque, 1992

Sonrisas y lágrimas
El pintor Rafael Botí, o la constancia de un hombre fiel a sí mismo

Dicen quienes entienden de pintura que sus pinceles aúnan el idealismo iluminado de muchos impresionistas franceses y la gracia colorista de su tierra andaluza. Pero una, que no se precia de entender de técnicas pictórica, prefiere ver en los cuadros de Rafael Botí la obra de un hombre bueno que ha sabido utilizar su peculiar interpretación de la naturaleza para legar al arte un sabio mensaje de modesta grandiosidad. Porque este cordobés octogenario, que aún sueña desde su refugio de Madrid con los paisajes de la ciudad que abandonó a los 16 años, pertenece a esa raza de héroes que convierten su paso por la vida en una gesta cotidiana. Con Botí iniciamos nuestra colección de postales navideñas.

Cuando conocí a Rafael Botí, con ocasión de una entrevista que le hice coincidiendo con una de sus escasas visitas a Córdoba, la impresión que me produjo fue la de un hombre de amabilidad envolvente, pero tristón, demasiado cansado de vivir. Fue una sensación que a decir verdad no encajaba con la pintura que en esa época salía de sus manos y que vino a presentar, toda optimismo y candor, pero que se revelaba en una persistente amargura acentuada por la enfermedad de Isidra, su esposa, que moriría poco después. Pero el Rafael Botí que encontré hace algunas semanas en su casa de Madrid, –hasta donde nos desplazamos expresamente Paco González y yo para incluir al artista en la galería de cordobeses ilustres que honra este “extra” de Navidad– es un hombre renovado que asegura no lamentar otra cosa que el no tener cincuenta años menos. Con todo, Don Rafael conserva ese regusto melancólico y un tanto masoquista que le encanta aplicar a sus recuerdos, aunque este hombre que se presenta a sí mismo como “una birria artística y personalmente” deja ahora entrever, al filo de los 90 años, todo el espíritu irónico y abiertamente burlón del que está de vuelta de todo.

No puede decirse que fueran fáciles las cosas para este pintor vocacional donde los haya, al que le llegó el éxito y el reconocimiento justamente cuando se había resignado a su estatus de anónimo profesor de viola. Pero nadie hubiera adivinado en el derroche vitalista de su pintura la existencia anodina de una persona obligada por las circunstancias a replegarse sobre sí misma.

Nacido con el siglo, su aventura comenzó cuando, con 16  años,  salió  de  Córdoba  en  una especie de huida hacia delante que le condujo a la capital de España. En ella habría de encontrar la posibilidad de dar rienda suelta a ese arte que ya cultivaba siendo todavía un mico, cuando se gastaba en tubos de pintura las perras gordas que le daban para que se comprase tortas de aceite. Llegué a Madrid cuando la huelga revolucionaria de julio de 1917, con la idea de ganarme la vida y pagar la matrícula de los estudios de música, que era lo que me iba a dar de vivir, dice, pero no oculta que la pintura fue durante muchos años su amor imposible, sólo disfrutado  en  los  pocos  ratos  que  le dejaba  libre  la  profesión.

– Recuerdo que empecé a pintar a los 9 años, y lo primero que se me ocurrió fue copiar de una revista una lámina que se llamaba “Muchacha del pañuelo rojo”. Y cuando al cabo de muchísimos años la volví a ver me sorprendí, porque yo la había dibujado con el pañuelo azul, je, je –explica divertido–. Se ve que la perra gorda no me habría dado para más colores.

Único hijo de una familia como tantas otras de las que le tocó vivir los albores del siglo en Córdoba, no puede decirse que Botí fuera un niño consentido, a juzgar por los recuerdos que conserva de su infancia. ¿Yo consentido? –responde, fingiendo ofenderse por la duda–. Si hasta me tuve que ir de casa. Perdí a mi madre cuando era pequeño y mi padre se casó con una mujer más mala que la quina. Así es que, huyendo de un hogar inhóspito para él, este hombre que tiene a gala no haber tenido jamás madera de héroe ni de aventurero, agarró un buen día la maleta de cartón y se plantó en los madriles con la sola intención de dar un empujoncito al rumbo de su destino.

Pero  antes  de  marchar  para  siempre  de  Córdoba  –porque  sus  regresos,  aunque  muy deseados han sido siempre circunstanciales y breves–, tuvo  no  sólo  tiempo  de  coleccionar  un sinfín de  vivencias  que  hoy  atesora  con  devoción,  sino  de  estudiar  dibujo  con  Julio  Romero de Torres, de quien se deshace en elogios. Fui a la escuela con el que luego sería pintor y escultor José Manuel Rodríguez, ya muerto. También conocí a López-Obrero, aunque él es diez años más joven que yo. Y se le va  el  santo  al  cielo  hablando  de  su  gran  amigo  Enrique  Moreno,  más  conocido  por “El Fenómeno”, muerto durante la guerra civil. Fue una pena porque con lo que valía como artista si no lo matan ahora sería un intelectual de primera fila –comenta, defendiendo la memoria del amigo–. El Fenómeno conocía mucho a don José Ortega y Gasset, que iba todos los años a Córdoba. Porque casi nadie sabe que don José nació en Córdoba, en la casa donde luego vivió Manolete, pues su padre, Ortega Munilla, fue profesor del instituto de Córdoba. Y harto de recibir sabios y esas cosas, cuando Ortega y Gasset llegaba a Córdoba se iba callejeando hasta la Fuenseca, a la famosa taberna del Bolillo, que desapareció hace muchísimos años. Bueno, pues por lo visto el Bolillo –más bestia el pobre...– lo tuteaba, porque habían ido a la escuela juntos. Y don José se sentaba allí y hablaba con los clientes, con el Recalcao, y con el Burranco, y lo pasaba la mar de bien.

– ¿Frecuentaba usted también esos ambientes intelectuales?

– ¿Intelectuales? Si aquello de intelectual no tenía nada... Pero no, yo no llegué a coincidir con don José Ortega y Gasset, no tuve esa suerte; me vine aquí muy joven.

– ¿Y qué recuerdos guarda usted de la Córdoba de entonces?

– ¡Huy! Aquella Córdoba era completamente distinta. Iba uno desde la estación de Cercadillas hasta el puente saludando a todo el mundo. Todos eran conocidos, y además, mira, había una tertulia por la noche en La Perla donde se juntaban zapateros, albañiles, abogados, diputados, catedráticos, vendedores de periódicos... hasta toreros.

Por allí debía andar Guerrita que tenía fama de buen contertulio.

– No, Guerrita no portaba por allí. El decía “me voy a lo mío”; y se marchaba a su club. Quien sí que iba era el padre de Manolete. Y como estábamos allí hasta las tantas, se sentía pum, pum, pum, y decían “allí viene Manolete”. y es que Manolete llevaba un bastón de acero, que iba golpeando contra las losetas de la calle Gondomar. En fin, que en aquella tertulia de La Perla se daban cita gentes de todas las clases sociales, y todos tenían voz y voto, todos podían hablar de lo que quisieran y se les escuchaba.

– ¿Cuándo nació en usted la vocación por la pintura?

– Desde chiquitín. Pero luego aquí en Madrid me fui metiendo más en esa afición. Iba a ver museos y exposiciones, y poco a poco tiraba más de mí la pintura.

Además yo me di cuenta de que no había nacido para músico. Si llego a seguir hubiera sido uno de esos que molestan y que no tienen nada que hacer. Por cierto, recuerdo que montaron una exposición de pintores catalanes en el Palacio Villahermosa, y uno de los cuadros era el de la muchacha asomada al balcón de Dalí, que es una maravilla. Bueno, pues cuando la exposición aquella él no tendría más de 18 años, si los tenía. O sea, que no era posible que hubiese adquirido con esa edad semejante técnica; creo que se quita años. Seguro, como ha sido siempre tan suyo...

– ¿Usted también es coqueto para eso?

– ¿Yo? que va, aunque bueno, achacoso y todo, hombre, no estoy tan mal. Al menos eso me dicen todas –ríe de nuevo con gesto picarón–. Porque yo mientras esté vivo me seguiré fijando en las mujeres guapas. Pero qué  se  le  va  a  hacer  –añade,  como  volviendo  en  sí  de  su  pequeño  sueño  travieso–,  el ser viejo no tiene mérito de ninguna clase, únicamente que es uno tan indeseable que ni san Pedro quiere verlo, no se acuerda nadie de uno.

– En todos los catálogos que he leído se habla de usted como un gran discípulo de Vázquez Díaz. ¿Cómo fue su formación pictórica?

– Sí, empecé con Vázquez Díaz porque yo vi el retrato de Rubén Darío y me causó una impresión tremenda. Acostumbrado nada más que a ver los cuadros de iglesias y eso, era una cosa tan nueva en aquel momento que sacudió todo mi ser. Pero no creo que Vázquez Díaz haya sido mi maestro. Mi verdadera maestra ha sido la vida.

Y, en efecto, casi todos los críticos coinciden en que Botí “sólo se parece a sí mismo”, condición que el pintor lleva muy a gala por cierto. Pero de aquel encuentro con don Daniel habría de nacer una amistad entre artista consagrado y el joven principiante que sobrevivió a la muerte de aquel, y acabó prolongándose en los hijos de ambos.

Tanto es así que Rafael Botí hijo –cuya dedicación a los números no le ha mermado un ápice de la sensibilidad por las artes que heredó del padre– conserva en su casa madrileña la mejor colección particular que se conoce de obras de Vázquez Díaz, muchas de ellas adquiridas con la intención de montar algún día un museo dedicado a la memoria del pintor. Tengo muchos más cuadros de él que de mi padre que siempre ha sido un poco vago para pintar, dice mirando de reojo a Botí, que parece no darse por aludido.

– Más que una relación entre maestro y discípulo, la nuestra fue una gran amistad, –corta Botí, reafirmando su individualidad, que es de la  única  cosa  que  presume  este  hombre–.  Yo  decía  muchas veces que es preferible ver las cosas malas que las buenas, porque un Velázquez ya sabe uno que es muy bueno, pero quién tiene fuerza para pintar un Velázquez. En cambio, –continúa– si ve uno un cuadro malo se dice “esto es lo que no tengo que hacer”. Y es más fácil así. Además, cada uno tiene su temperamento y ve las cosas de una forma distinta. Por ejemplo, si ponemos una sesión de pintura y van cuarenta pintores a pintar un bodegón, seguro que cada uno lo pintará de una forma distinta, poniendo incluso los mismos colores en la paleta. Por eso te digo, que mi maestro he sido yo. A base de ver mucha pintura fui creando mi sensibilidad. Esa ha sido mi formación, y luego mi viaje a París, que fíjate, me abrió mucho mundo.

En París estuvo dos breves temporadas, la primera en 1929 y después  en el 31. El tiempo justo para hechizarse con los colores del Sena y con el encanto de una ciudad creada para seducir al visitante. Por allí se paseaba a todas horas con los ojos como platos, abierto a cualquier sensación o detalle que poder ref lejar luego en sus lienzos. Al poco llegar a París me senté en la terraza del Palais du Café –porque yo lo primero que he hecho siempre al llegar a un sitio ha sido preguntar dónde dan el mejor café– y alguien me dijo: “date prisa, que cierran el Museo Louvre”. Pero yo dije: “pues que lo cierren”, que sentado allí se aprendía más.

A lo mejor por eso su pintura es tan vital. Porque no hace falta ser crítico de arte para que uno se percate de que de sus cuadros se desprenden ganas de vivir. Y todos los papeles que han pasado por mis manos sobre usted hablan de colorido, de alegría, incluso de cierta ingenuidad naïf.

– No, yo no creo que mi pintura sea naïf eso no. Tal vez tenga la ingenuidad que tienen los paisajes. Porque yo siempre he pintado del natural ¿eh? Primero tenía que ver las cosas, como ese patio de la Fuensanta que tienes delante, o ese otro lugar que estaba subiendo el Brillante para arriba, tan precioso como era, que ya se han cargado. Tantos paisajes de Córdoba ya desaparecidos para siempre...

Y su mirada de viejo búho, ahora más acuosa y reconcentrada tras las gafas que antes, se posa sobre  algunos  de  sus  cuadros  preferidos  que  ahora  cuelgan  de  las  paredes  más  nobles  de la casa de su hijo, repartiéndose los honores con Vázquez Díaz y otros muchos artistas. Es que fue mucho tiempo el que estuve sin ir a Córdoba –me espeta de pronto, como queriendo justificar su concesión a la nostalgia–. Y cuando fui me encontré una Córdoba nueva. Cuando salí por ejemplo, no existía la calle Cruz Conde, y cuando volví me sorprendió ver una calle Gondomar extraña, con lo bonita que era como yo la recordaba. Hasta tal punto que una noche tuve que preguntar que dónde estaba porque ya no la conocía. Y de la Córdoba de hoy lo mismo, cuando he ido he estado muy pocos días. Lo único que recuerdo es la belleza de las muchachas cordobesas de mi época.

– ¿A que se debió es ausencia tan prolongada?

– Primero por la guerra y después, porque cuando la sangría se acabó, me encontré en Madrid sin dinero, sin trabajo y sin casa, que me la habían hundido. De modo que a dónde iba yo sin un duro. Y además, como he tenido la desgracia de que no me han echado nunca de comer de balde –dice socarrón–, pues ir a Córdoba era tener que hospedarme en un hotel, y no tenía dinero para esos lujos. Por otro lado, todos mis amigos desaparecieron, a todos los liquidaron en la guerra, sin meterse en nada. ¿Qué iba yo a hacer allí sin apenas familia y sin amigos? De haber vuelto lo más probable es que me hubieran matado a mi también como a los demás.

– Recuerdo que hace tiempo me confesaba que la guerra lo marcó hasta el extremo de no haber podido pintar casi nada en aquella época.

– Sí, es verdad; sólo pinté un cuadro en el que reproduje el patio de la casa que la abuela de mi mujer tenía en Manzanares, en el que se ve una gallina que, por cierto, fue cambiada por una pastilla de jabón. Y cuando le tocó a mi quinta, que la llamaban “la del higo”, por aquello de que si no lo cogen se pasa, mi pobre mujer me preparó la gallina porque no sabía lo que podría comer allá en Ciudad Real, que fue donde me destinaron; y mira, de pensar que mi mujer y mi hijo se quedaban allí solos fui incapaz de probar la gallina. Así es que ese cuadro para mí es muy importante. He podido venderlo muchas veces pero nunca quise desprenderme de él. La verdad es que el bache de la guerra me hizo cisco, porque llegó en el momento en que empezaba el camino del éxito.

El caso es que, apartando las secuelas del hambre canina de aquellos tiempos, la cara de la guerra que le tocó vivir no fue excesivamente trágica para este hombre que asegura no haberse sentido tentado jamás por la política. He sido hombre de izquierdas a mi manera –reconoce–, pero nunca me he metido en política ni he pertenecido a ningún partido. Ahora se oye gente que presume que hizo esto o aquello. Yo no, yo no he hecho nunca nada. Yo he sido de lo más vulgar y corriente. Soy más cobarde que la puñeta. Mira, el bombardeo de Barcelona en tiempos de la República me pilló allí en una plaza. Iba yo con una talega de ropa sucia en la mano y cuando se empezó a oír bum, bum, bum, me la encasqueté encima de la cabeza y me quedé quietecito junto a un árbol hasta que pasó el susto. Y lo de Córdoba, ya te digo, si llego a volver –y a punto estuve de regresar para presentarme a un premio de pintura– me pilla allí el bollo y me dan pal pelo, je, je.

Ese barullo de palabras que alterna con gestos tan serios que te hacen partirte de risa, como cuando se pone tieso como un palo para posar ante el fotógrafo con aire regio, se vuelve pausado a la hora de hacer balance de lo vivido. A mí me han pasado muchas cosas malas y casi siempre he estado en el alero –se queja–. Pero cuando uno llega a esta edad tiene que hacer examen de conciencia. Yo lo he hecho y pienso que, después de todo, Dios me ha protegido. Pero nunca tuve ni una perrilla ¿sabes? Mira, he sido amigo de los tres mejores pintores de aquel tiempo: José Gutierrez Solana, Aurelio Arteta –un pintor vasco tremendo–  y Vázquez Díaz; bueno, pues  esos  tampoco ganaban  un  céntimo.  Fíjate  en  el caso de Solana, que vendió cuadros a 300 pesetas y a plazos.

– ¿Qué opina usted de las fortunas que se están pagando últimamente por algunos cuadros?

– Pues que la gente tiene mucho dinero, y que bien podían dividir esos cientos de millones entre otros artistas.

– De todas formas no pude quejarse usted mucho en ese sentido, porque tengo entendido que su cotización sube como la espuma.

– ¿Quién, yo? Bueno, sí... –replica un tanto meditabundo–. Ahora sí, pero cuando era músico,
¡madre mía, que hambre pasé! Empecé a los 16 años y me jubilé a los 66. Cincuenta años tocando la viola. Entonces no había Seguridad Social ni nada de eso, había que trabajar para vivir mañana.

O sea, que así, malviviendo de la música  y  dedicando  a  la  pintura  sus  ratos  libres,  como quien juega al golf o se va de caza, transcurrió su juventud. Si no ensayábamos con la Filarmónica por la mañana me iba al Jardín Botánico a pintar, o buscaba cualquier otro hueco. En fin, una vida que no sé cómo lo cuento. Y en este ramalazo de pasajera amargura añade que ni se arrepiente ni se queja de nada. De lo único que me quejo es de no haberme muerto. Tan viejo para qué...

– Pero Rafael Botí no se resigna al replegarse a una existencia de anciano, y prefiere vivir con la única compañía de sus recuerdos y su gata Mimí antes que perder la independencia. Tengo suerte de vivir frente a la Casa de Campo, de modo que ya, como soy viejo, bueno más bien entreverao, –rectifica con socarronería, ya recuperado del bache– me paso toda la mañana mirando desde mi ventana ese paisaje maravilloso que se me ofrece a la vista, y que copio una y otra vez porque cada día es distinto. Es esa naturaleza infinitamente cambiante, pero eternamente fiel, la que mantiene al artista unido al mundo, convertida en una especie de cordón umbilical que le insuf la a diario renovadas ganas de vivir y de agarrar la paleta con un ímpetu que para sí lo quisiera un principiante.

– Ahora estoy tomando notitas de una casa –me explica con alborozo–. Anteayer me levanté muy temprano y vi salir el sol. Una cosa preciosa ¿sabes? y me entusiasmé con el trabajo.

El mismo entusiasmo que pone al hablar de su mujer, Isidra. La conocí de jovencito, y me entró un flechazo tan grande que me duró para toda la vida; no he querido a nadie más que a ella. Nos casamos el año 24 en Madrid, porque ella vivía aquí, y esa fue una de las cosas que me hicieron acelerar la venida para acá. Aunque yo venía a Madrid y a ella se la llevaban para Córdoba, porque su familia no me quería. Mi mujer era preciosa, y claro, le salían muchas proposiciones de millonarios de aquella época. Le hicieron sufrir muchísimo y a mí también hasta que pudimos casarnos, de modo que fue un amor verdaderamente a prueba.

– Habrá pintado muchos retratos de ella.

– No, porque yo he tenido un respeto tremendo a la hora de pintar a las personas que he querido, no he sido capaz de hacerlo.

– En cualquier caso, usted nunca se ha inclinado por el retrato ¿verdad?

– No, por mi manera de vivir. Como tenía que trabajar de esa forma no podía tener a  nadie  a  mi disposición para posar. No iba a decirle a una  mujer  váyase  hoy  y  venga  dentro  de  tres  meses,  que  se  ha puesto  ya  más  vieja.

– ¿Considera que su pintura ha evolucionado a lo largo de los años?

– Pues mi pintura ha evolucionado poco, porque como siempre creía que no lo hacía  bien,  y  lo  sigo creyendo, me ponía a machacar y machacar.

– ¿Pero de verdad cree usted eso?

– Hombre, por Dios, cómo va a creer uno que lo hace bien cuando hay por ahí esos monstruos que se llaman Velázquez, Zurbarán y tantos otros. Quienes van por la vida de divos es que no se han parado a pensarlo.

– Ahora trabajará ya sin prisas de ningún tipo.

– Claro, lo que pasa es que me haría falta tener 50 años menos. Pero aquí estoy, sin arrepentirme de nada, Tengo la conciencia muy tranquila. Creo que he sido un hombre honrado que se consideró siempre una birria artística y personalmente. Cuando me he puesto a pintar ha sido para mí. No he pensado si le iba a gustar al jurado o no. He puesto toda mi alma y si no lo he hecho mejor es porque no he podido.

– ¿Qué le gustaría que se dijera de usted en los libros de arte?

– Nada. No quiero que me recuerden. Encima de la cama tengo un escrito en el que digo lo que tienen que hacer cuando me muera. Que no avisen a nadie de mi entierro, que no pongan flores y que no he hecho mal a nadie. ¡Ah! y que me iré con mucho gusto a reunirme con mi mujer.


ROSA LUQUE

Diario Córdoba, sábado 24 de Diciembre, 1988

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