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Héctor Martínez SanzPeriodista y crítico de arte

Botí con William Washburu en la exposición que celebró en la Galería Giotto. Madrid 1974

Rafael Botí: La obra de una vida entera

Cuando voy por el cementerio a honrar la memoria de los míos, es habitual que pasee por entre la tumbas honrando la memoria también de los otros. Recojo alguna vela caída o alguna vasija que no supo soportar el empuje del viento y las recoloco. Y miro los nombres sobre las lápidas, y lamento ver que haya fecha reciente grabada sobre ellas. Uno más que se suma a este silencioso vecindario de flores, cruces y velas. Tan sólo un par de tumbas más allá de la de mi familia, me descubrió mi hermano el lugar de reposo del pintor Rafael Botí, fallecido en 1995. Bajo un libro esculpido con su retrato en relieve descansa un artista del que injustamente poco había sabido hasta ahora y para el que escribo estas líneas como otra forma de honrar su nombre; porque por él puedo hacer algo más que recomponer lo que rompe el viento cuando pasa, y es hablar de aquello contra lo que ni el viento ni el tiempo nada pueden: La obra de una vida entera.

Los paisajes de Madrid y Córdoba, la explosión de color en las flores, el campo abierto y los recovecos cordobeses y madrileños se ofrecen en las pequeñas y cálidas ventanas de Botí. Llama la atención, precisamente, lo ausente, lo que no aparece en su pintura: la figura humana nítida y clara –tan presente en Romero de Torres, maestro, aunque no tan influyente como lo fuera Vázquez Díaz–. El protagonista, único y principal, es la naturaleza misma en su sentido de suelo y tierra. El ser humano, casi siempre femenino, cuando aparece no lo hace sino empequeñecido frente a la amplitud del mundo. Se ha dicho mucho sobre su otra maestría, la música, y el reflejo que ésta tendría en su obra como la musicalidad y armonía de la naturaleza. Cabe añadir más, pues tal armonía del trino del pájaro que podemos llegar a imaginar, sólo es posible por la ausencia que señalamos: es importanteen Botí el silencio humano, tanto como lo es el silencio, la pausa, en una partitura.

Las pinturas de los años 20 irradian ese amor neoimpresionista por la grandeza del paisaje y la visión más subjetiva y emocional del postimpresionismo, así que recorren un camino con paradas en Cezanne, Gauguin, Matisse, Van Gogh y Seurat, como en El canal de Fuenterrabía (1926) –cuya barca, además, recuerda a La Grenouillère de Renoir–, o Jardín Botánico de Madrid (1928). Precisamente el Botánico vuelve a ser motivo en 1933 con Árboles del botánico, de cierto tinte surreal y onírico, correspondiendo con la época y las tendencias, a través de un azul fantasía y una figuración detallista que ya empleara Fuente Goiri (1925) y de nuevo en otra obra emblemática de la década de los 30: El Retiro (1933). Estas dos últimas obras, hechas en el mismo año, época que él mismo describe como la época en la que <>, delatan que Botí se encuentra todavía entre dos tierras pictóricas: la definición y pureza de la primera contrastan con la preferencia por la mancha de color de la segunda; dicotomía que va a rsolverse a lo largo de toda su obra en favor del color como enseñan sus bodegones de flores o Patio de La Madama (1961) y Fuente de La Madama (1982), así como en obras de su última etapa, que veremos.

En su pintura de posguerra, Madrid no surge como la gran urbe, sino cual campo, como en Moratalaz (1942) o más claramente en Paisaje de Madrid (1942). El color terroso y el espacio abierto, el arbóreo botánico, flores diversas, patios como el de Museo Romántico (1945) o el rincón de la casa de Lope de Vega en el Rincón del huerto (1947)... el Madrid de Botí está lejos de ser la gran ciudad y el centro neurálgico, sino que es un Madrid de paisaje y tierra, de rincones donde la naturaleza sigue haciendo sus maravillas. Es el Madrid pueblo, el Madrid naturaleza y no sólo el Madrid ciudad, un Madrid de bullicio bordeado de silencio.

Dos obras de la década de los 60 tienen un especial tienen un especial relieve por la reinterpretación de géneros clásicos en la historia del arte. Se trata de Cítara (1960) y del Retrato de una vaca (1965). En ambas, la tradición clásica se ve remodelada por la intuición artística de Botí. La primera, por ser una modernización de las vanitas flamencas, sustituyendo la clásica calavera por una muñeca de porcelana –que retomará como tema en Bodegón de la muñeca (1986)–, los viejos libros de duro lomo por cuadernos, la pluma por el lápiz, los instrumentos de viento por un cornetín, y en el fondo la cítara, conectando con el mundo antiguo y recordatorio de la brevedad de la vida. Presiste en la obra de Botí el memento mori a pesar de que aquellas vanitas se reforzaban por la atmósfera oscura que envolvía la escena, y Botí, en cambio, propone la escena luminosa y de colores claros. La segunda, la singular vaca retratada, animaliza un género preferentemente antropocéntrico y emblemático dentro de las artes desde el Renacimiento, y en cierto sentido, humaniza el rostro animal, paciente, serio, casi señorial, y no lo limita a un mero objeto de estudio –como hiciera, por ejemplo, Jordaens–, en un excelente juego de luz y sombra –verdadero núcleo de la obra– y puro color. Casi parece un acto de rebeldía artística en el que la vaca consigue ese lugar privilegiado que los hombres han ocupado durante siglos. Un curioso género que tiene hoy en la poco conocida Marie-Hélène Stokkink y sus acuarelas Vaches un referente y que nos retrotrae al arte rupestre y, una vez más, al campo, a lo rural y a la naturaleza, al fundamental animal doméstico de granja. –Unido a Pastoral (1974) y las referencias otros animales que podemos encontrar en Botí, como son, por ejemplo, el exótico y tan de vivo colorido como expresivo Guacamayo (1966)–.

Ya en las pinturas de la década de los 80, Botí se vuelve más austero y geométrico en los paisajes, tiende a desaparecer definitivamente la línea y queda el lienzo dividido en secciones y planos de color– De la casa de campo (1984) o Nota vespertina (1986)–, y breves trazos rápidos y repetitivos de manchas rayando en el expresionismo abstracto –Flores (impresión) (1987), Folores en el campo (1989) y Jardín (1990), la última con francas semejanzas, por ejemplo, con el pintor luso Hilario Teixeira Lopes–; un expresionismo que conjuga a la vez con una vuelta a lo posimpresionista y a pinturas que recuerdan a la amplia galería de árboles y bodegones florales de Van Gogh, y paisajes al modo de Cezanne.

Color, luz, espacio y naturaleza, como vemos, son las cuatro palabras que definen el concepto que Botí imprime a sus obras. Década tras década con denominadores comunes de una pincelada expreimentada, trabajada y simplificada en el tiempo y que parece llevarnos desde el mirador del amplio paisaje hasta el pétalo de la flor, en un zoom naturalista y equilibrado de pulso espontáneo. Ambos momentos se contienen en pequeños formatos, demostrando la versatilidad de Botí para expresar lo abierto o el detalle. Eleva el campo cordobés a la universalidad de la Naturaleza, y nos aproxima al sentido de la tierra perdido en la modernización. Pero un sentido alejado de la mera concepción regionalista, que subraya la relación íntima y trascendente del pintor con su entorno. Escudriña una y otra vez los mismos lugares, los mismos espacios, el mismo campo o el mismo patio ajardinado, los parques madrileños... y nunca su miradase deposita de igual modo, nunca de la pintura resulta una serialización, sino cuadros absolutamente diferenciados, particularizados en su momento de ejecución; cuadros que merecen una mayor difusión dentro de la pintura española como baluarte de posibilidades, pintura tan condicionada hoy día por la influencia del movimiento efímero y la revisión e imitación del pasado. Botí es un eslabón de la pintura del que las jóvenes generaciones pueden asirse y explorar.

H.M.S.
MADRID EN MARCO, REVISTA DE ARTE Y ENSAYO

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