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José María Palencia CerezoDirector del Museo de Bellas Artes de Córdoba

Jose María Palencia Cerezo

RAFAEL BOTÍ, O EL PAISAJE CORDOBÉS DESDE LA LIMUSINA

Nunca puede estar de más que un artista sea objeto de revisión mediante exposiciones o publicaciones periódicas. Sobre todo cuando se realizan después de desaparecido; ya que en cada una de ellas suele ocurrir algún descubrimiento nuevo, cuando no se dan cita diferentes aspectos que, con anterioridad, o bien no eran suficientemente perceptibles, o bien habían quedado ocultos sin pretenderlo.


Pero ello se vuelve decisivo cuando se realiza cada diez años, ya que se efectúa con una perspectiva temporal suficiente como para que puedan aparecer cuestiones que antes no habían aflorado. O simplemente porque, dicho espacio temporal, permite que se pueda analizar con las características de una lupa generacional nueva. Y estas son las circunstancias que se concitan ahora para el caso de Rafael Botí, que después del tiempo en que su obra ha sido difundida y desmenuzada por las más diversas plumas, y aunque no pueda considerarse ya que su obra sea una caja de sorpresas grandilocuentes, al menos sí que indudablemente certifican algo: su permanente voluntad de permanencia en lo más alto.


Una permanencia ésta, –la del decano de nuestros pintores cordobeses del siglo xx–, que no es ajena al tesón y labor que su homónimo unigénito viene desarrollando para con él, que le ha llevado a ser, no solo el verdadero artífice de cuantas exposiciones se le han venido haciendo, sino que además ha conseguido que en Córdoba exista una Fundación que lleva su nombre. Tal vez este haya sido su mayor logro: una Fundación dedicada a la promoción de las artes plásticas que va a perpetuar y mantener su nombre en la palestra.


Una Fundación ésta a la que Rafalito hijo –como se le conoce entre los amigos– ha procurado mimar y dar lustre desde el primer momento, mostrando hacia la Diputación de Córdoba y por derivación para la ciudad entera, una generosidad sin límites y casi sin precedentes. Dadivosidad sin duda heredera de aquella tan grande de la que también hizo gala su padre; y tal vez heredada –diría yo– de la que igualmente puso en práctica, al llegar el final de sus días, la familia de Julio Romero.


Tal ha sido la dedicación de Rafael Botí hijo a la pintura en general, y a la de su progenitor y círculo que le fue próximo en particular, que de él podría decirse sin temor a equivocaciones, que vive como un pintor sin haber cogido nunca unos pinceles. Por esto, a Rafalito podría aplicarse perfectamente la lauda “Ad maiorem patri gloria”, (AMPG = A mayor gloria del padre), parafraseando el mote jesuita utilizado Ramón Pérez de Ayala para titular la novela de su vida como “AMDG”. Y es que a Rafaelito Botí creo que le va perfectamente eso de la profundidad y el rigor espiritual ignacianos, pues circula por la vida con indudable elegancia jesuítica.


Pero, por más que pueda pesarle a muchos, Botí es ya, sin duda, nuestro primer paisajista de la primera mitad del siglo XX, pues fue el género del paisaje el que predominó en sus menesteres, dando completa coherencia a su obra. Valga como único, y mejor ejemplo de ello, su lienzo de 1922 titulado Alcornoques en la Sierra de Córdoba, una pieza perfectamente cuadrada (y no solo por sus dimensiones, de un metro por un metro) que por sí misma valdría para situarle entre los mejores del arte europeo de su momento. Son estos Alcornoques, a todas luces, su obra maestra. Si Botí hubiese sido de capaz de haber mantenido a lo largo de toda su vida, la altura alcanzada en este lienzo, otro gallo hubiese cantado entre sus violinísimos acordes.


Para nadie será tampoco un descubrimiento nuevo el hecho de que, detrás de la pintura de paisaje, se encuentre encerrada toda un una filosofía identitaria basada en la “manera de ver”. Ese modus visionis que, a partir de una determinada propuesta, viene siempre enfrentar en la naturaleza, a lo largo de un determinado espacio de tiempo, lo viejo contra lo nuevo.


En este sentido, no nos cansaremos de afirmar que Rafael Botí ha sido el que proporcionó un aire nuevo, junto a una perspectiva formal diferente, a la pintura cordobesa –y por derivación española– del siglo xx. Esto es lo que he venido defendiendo en mis diferentes textos sobre el artista, y en esta nueva ocasión que se me brinda voy a tratar de remacharla, puesto que me parece que es, por encima de detalles concretos o apreciaciones específicas sobre un determinado cuadro u otro, la cuestión que, para el caso Botí, se vuelve más decisiva. Por tanto, debe de prevalecer sobre enfoques deterministas o aspectos concretos, que puedan iluminarlo u oscurecerlo por diferente senda.


Ya en 1993, con motivo de su doble exposición en el Museo de Bellas Artes de Córdoba y en la Sala Adolfo Lozano Sidro de Priego de Córdoba, hice un primer ensayo de análisis de su pintura desde la perspectiva del peculiar paisajismo español, articulando mi discurso específicamente en su relación con el paisajismo cordobés. Habida cuenta de que su obra, más allá de perentorios ditirambos locales, siempre había tenido a Córdoba como “parámetro centralizador”, estimo que la cuestión no ha dejado de tener vigencia, por lo que voy a volver a incidir sobre ella en este nuevo remake sobre nuestro músico-artista. O sobre nuestro artista-músico, como gustase.1


Decíamos ayer, con Unamuno, que si en su día Baudelaire utilizó la metáfora del pequeño auto para referirse a los nuevos tiempos culturales que inauguraron las vanguardias parisinas del primer cuarto del siglo xx, no estará nada mal que, para explicar el papel de Botí en todo ese enredo, sigamos utilizando algunas de las diferentes maneras que el hombre tiene de viajar, –es decir, de desplazarse entre un punto y otro–, para explicar las prácticas del paisaje en función del medio de transporte determinado que se utilice; pues que, según el medio elegido, el paisaje será aprehendido de una manera u otra, pudiendo ser plasmado y explicitarse de un modo u otro.


En este sentido, puede decirse que fue el siglo xix el que facilitó a la mirada el poder realizar ese importante paso –o cadena fílmica– que transcurre ente la realización del viaje en burro o asno, hasta la posibilidad de hacerlo en ferrocarril. Este largo camino, que corre parejo al desarrollo de la llamada revolución industrial, no es otro que el que transcurre entre los lacrimógenos paisajes de un Genaro Pérez Villamil –donde la imaginación debía aportar el genio suficiente como para poder hacer sublime a la realidad–, y las alegres vistas montañeras de un Darío de Regoyos con la locomotora de vapor como protagonista, en una obra como la suya en que se van a dar cita modernismo, puntillismo, impresionismo y fauvismo a partes iguales, o según casos, convirtiéndose en uno de los más claros referentes de la pintura de Rafael Botí. Tal vez más incluso que la de su maestro Vázquez Díaz, diría yo.


Entre un extremo y otro, en un transcurso temporal equiparable a la posibilidad máxima de vida de un hombre, transcurrirán diferentes segmentos intermedios que van a dejar traslucir otras tantas conquistas interlineales, también susceptibles de ser metaforizadas. Así por ejemplo, parece claro que en España el viaje sobre cabalgaduras lentas finalizó cuando apareció Carlos de Haes, imponiendo una nueva mirada positivista que significó la elevación del paisaje a primer plano, arrinconando las costumbres a puesto suplementario. Pues para Haes, solo la naturaleza, expresada en el paisaje, es el lugar donde su cumple la existencia, manifestándose lo divino. A su lado, las costumbres, el lugar donde se patentiza la existencia de lo humano, apenas contarán para la historia. Seguro que Carlos de Haes realizaba sus viajes a caballo, utilizando fornidos corceles que le acercaban raudo al trabajo cotidiano, para plantar su caballete en los lugares más pintorescos y sugerentes, obviando cualquier tipo de moral alguna.


Sin embargo, entre un punto y otro, también existieron metas intermedias. Por ejemplo, las de los seguidores de de Haes que, al calor de la Institución Libre de Enseñanza, se lanzaron a descubrir los “paisajes de España”. Estos ya con velada intención moralizamte, se acercaron el paisaje desde un nuevo vehículo: la bicicleta. Efectivamente, el Guadarrama de Aureliano de Beruete o el Guadalquivir de Sánchez Perrier, fueron descubiertos en bicicleta, un vehículo de fácil manejo que permitía discurrir al ritmo que le imprimía su conductor, según fuerza o antojo.


Sin embargo, el cambio hacia el nuevo siglo –ese alba del nuevo milenio– también propició un nuevo cambio en el medio, eligiendose ahora la motocicleta por aquellos que pasaron del naturalismo al simbolismo. Motos que fueron tiñéndose de diferentes cilindradas en función del grado de abstracción de la idea utilizado. Así, puede decirse que los paisajes de Eliseo Meifren fueron realizados a ciclomotor, los de Joaquín Mir desde una motocicleta de cilindrada media..., y así sucesivamente hasta llegar a aquellos que apostaron por la vía metafórica simbolista completa, a los que el paisaje ya solo les hizo falta, si acaso, como telón de fondo del recorrido, como un panelado en segundo plano, utilizándose como profusa fábula moralizante. Estos últimos recorrieron el rancio solar ibérico desde la moto con sidecar, con la paradoja de que no fueron ellos los conductores de tan singular vehículo, sino que se atuvieron a mirar y pensar el paisaje desde el sidecar. Y dichos vehículos solo tuvieron una utilidad efectiva en Europa entre las dos grandes guerras.


Pero fue sin duda el automóvil el que, al compás del nuevo siglo xx, al hacerse cada vez más presente en la nueva sociedad de masas que viene a ocupar y “colonizar” la ciudad del capital, desdobló mayor abanico de posibilidades. Baudelaire lo vio perfectamente en el París poshausmaniano, cuyos boulevares, tal vez quizá más que en ninguna otra metrópolis del planeta, posibilitaban y permitían a su petite auto tomar velocidad suficiente para incluso fulminar la carrera.


También es sabido que, en España, los pensadores del Noventayocho permitieron recuperar una visión de lo ibérico y una reflexión sobre sus gentes y sus paisajes desde un punto de vista nuevo: la ciudad. Esa ciudad que necesita de la regeneración de su tejido urbano y que por tanto va a requerir el que se haga ideal de sí misma. Como escribió Pérez de Ayala, la pintura debía mostrar entonces el ambiente espiritual, la relación más íntima entre la raza, la historia y la geografía. Y de esta suerte, comenzó su distanciamiento de la realidad positiva, y con él lde su paisaje empirista, ya que la regeneración de la cultura debía de hacerse en base a la regeneración de la pintura misma.

Hubo incluso el que usó del simbolismo solo en su justa medida, o mejor, como le venía en gana, de manera poco clara, o tímida, podría decirse. Tal parece haber sido el caso de Ignacio Zuloaga, que en este caso, entre los automóviles, gustó del descapotable. Como efectivamente demostró en la realidad. De hecho tenía un Clement Bayard de los primeros que hubo en España, tan curioso y llamativo que a veces era apedreado por los muchachotes cuando se presentaba en algún pueblo, como le ocurrió en 1903 al llegar a Briones (La Rioja).2


Por el contrario, al compás del desarrollo del surrealismo y el cubismo, Julio Romero de Torres no tuvo coche propio, si no que utilizo el que le vino en gana, alquilando uno de aquí y otro de allá para realizar un viaje definitivo que siempre tuvo su punto de partida y destino en Córdoba. Efectivamente, Julio Romero vio el paisaje que le rodeaba siempre desde las ventanillas de un automóvil, desde las que se divisaba a Rafael y a Leonardo, a Antonio del Castillo y a Valdés Leal, a Goya y a Sargent... Porque desde el interior de cada coche, donde siempre existe otra vida, el paisaje siempre se ve diferente, pues ni los asientos para proporcionar descanso van a ser los mismos.


Por el contrario, Rafael Botí habría mirado el paisaje como desde una limusina, refugiado plácidamente en un interior de lujo que le posibilita, no solo la posesión del goce, sino también la distracción y realización del yo en función del camino o carretera por la que transitara.


Como también señalé en otra ocasión, un año antes de que Botí acudiera a París, –donde se ha dicho siempre que bebió del hervidero impresionista y fauvista que dotó de señas de identidad a su obra–, había pintado en Córdoba un cuadro al que tituló Bodegón de los papeles, –hoy con toda lógica en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía– y que, a mi juicio, constituye y sigue constituyendo la mejor proclama intelectual de la personalidad del artista, su mejor manifiesto estético. Dicho bodegón está compuesto en base a un doble triángulo de elementos en la que incluirá una doble trilogía de motivaciones.3


Sobre una mesa rosa descansa un número de la revista alemana Die Plastik tras una hoja que contiene un dibujo de una escultura de figura humana, que alude sin lugar a dudas a Rodin. Delante de ella, un libro de título ilegible con encuadernación de novela de época. Su lección moral se hace evidente: en el centro de la vida la plástica –y la plástica alemana moderna–, y delante y detrás de ella, –es decir, en el pasado y en el futuro–, las ideas. Alrededor de estos tres elementos el maestro dispuso otros tres de distinto signo: en primer plano, por la izquierda, un toro de Cuenca en cerámica bicolor; en segundo, por la derecha, una pelota de colores, y algo más lejos, entre el libro y la lámina con la escultura, una pequeña muñeca vestida con traje de aldeana. Lo que podríamos traducir de la siguiente manera: en primer plano la sempiterna España, –ingenuo toro de colores petrificado como cerámica fraguada al horno para divertimento decorativo–; entre el mundo del artista, la mujer, –maravillosa muñeca de fieltro siempre interpuesta entre ambos–; y entre todo ello, como cosa aparte, completando la trilogía, cerrando el triángulo, la pelota de colores, símbolo de su personalidad, de esa felicidad siempre rodante propia de un juego infantil, moviéndose siempre al libre albedrío, dejándose impulsar en la vida por el cariñoso puntapié de un niño.


A partir de él podemos hacer también la lectura de ese pequeño reducto de simbolismo que igualmente quedaría impregnado en la phisys de Rafael Botí. Sin duda por impronta de época, pero también tal vez por herencia de Julio Romero de Torres, que junto a Vázquez Díaz, fueron sus dos grandes maestros en el arte del manejo del instrumento. “Nada es como es, sino como se recuerda”, había escrito Valle-Inclán tratando de promocionar a Romero de Torres en Sudamérica. También el resultado último de las composiciones de Botí, aunque tomadas directamente de la realidad, parecen ser fruto de una ensoñación, de un particular recuerdo expresado sobre el lienzo.

Casi al mismo tiempo, por boca de Juan de Mairena, Antonio Machado había proclamado que el “paisaje es una idea”. Por tanto, para ser auténtico hombre de su tiempo, cada artista debía plasmarlo según su peculiar manera, o según su particular idea, siendo éste el único modo de ser original y diferente frente a una masa que como tal, –en el sentido ortegiano del término–, así se comportaba. De esta suerte, para los regeneracionistas españoles del primer cuarto del siglo xx, el paisaje solo tendría sentido cuando es revivido por el alma, produciéndose con ello el feliz tránsito de la de la arquitectura del paisaje al paisaje de la arquitectura, circunstancia que, internacionalmente, se habría producido también unos cuantos años atrás, con la primera “deconstrucción formal” impresionista.


Junto a este reducto simbolista, casi virtual –diría yo– en el caso de Botí, creo que habría que entender otro factor que también explica su pintura. Y que no es otro que ese movimiento estético de “vuelta al orden” que en España se daría entre 1898 y 1917, proponiendo un retorno de la clasicidad mediterránea, y una nueva introspección en la distancia melancólica, en la soledad, en la ruina clásica. Fue este también el horizonte que engulló a varios artistas de manera decisiva, como fue el caso del manchego Gregorio Prieto, que tuvo traducción en la literatura en los poemas de su amigo Adriano del Valle, por ejemplo, y que influyó también en su maestro Vázquez Díaz, por mucho que se le quiera poner de descubridor del peculiar neocubismo español en función de sus diferentes habilidades técnicas.


Dicha vuelta al orden, de carácter idealista neoplatónico, se traduciría, no solo en la elección de los temas, sino también en la construcción de las composiciones y, hasta cierto punto también, en la defensa de la pintura-pintura. Pero a ella opuso desde un primer momento, nuestro artista, un elemento que le proporcionaría su heterodoxia, y hasta cierto punto también su unicidad: la primacía de la elección libre del color y de la utilización del mismo –pudiéramos decir– al libre albedrío.4


En este sentido llegó a participar también de ese movimiento heterodoxo que se encontraba vivo en el Madrid de los felices veinte, y que, como escribió Rafael Cansinos Assens, tuvo entre sus máximos correligionarios al pintor Francisco Pompey, que en las tertulias de café se dedicaba a poner en tela de juicio a Romero de Torres porque “simplemente ignoraba el color”.


Fue precisamente en esos años cuando la pintura de Botí hizo eclosión en una Córdoba que se encontraba apegada a la estética de corte simbolista de Julio Romero de Torres, la cual había “regenerado” la ciudad, o se encontraba haciéndolo. Por eso, con Botí nacía para Córdoba una de las vertientes estéticas que llegarían a mostrarse más fructíferas a lo largo del siglo xx. Me refiero a aquella cuyos productos se inscriben en la nostalgia del pasado, en la recuperación de los mitos ciudadanos de otrora, en la recuperación de un paisaje, no en su pureza prístina, sino como el artista quier sentirlo, imaginarlo o utilizarlo. Y ahí están las poéticas de artistas como Miguel del Moral, Emilio Serrano o Juan Hidalgo del Moral, para corroborarlo.


Pero la generación artística de Botí fue también la de los literatos del Veintisiete. Y por ello, su sensibilidad artística no pudo ser ni la del ideólogo ni del sociólogo, sino la del músico, poseedor de una mentalidad más innovadora que reformista, obligatoriamente recuperadora del paisaje de toda la vida, tal y como habría de ser recuperado con carácter moderno por la nueva avanzada.


Es por ello que con la generación de Botí comienza a darse incipiente el fenómeno de la nostalgia por la ciudad, un movimiento que produciría también un constante pase a primer plano de la misma, pero ya de tono unipersonal, de acento intimista, de irreversible lamento: la ciudad deja de ser sello para convertirse en emblema. Un movimiento que en el terreno de la pintura apadrina nuestro pintor, y que abrirá también camino a la generación de Cántico, que lo asumirá y resaltará haciendo hincapié en una nueva faceta: la melancolía urbana.


Creo que ello es lo que manifestó Botí con su obra pictórica a lo largo de los años. Ya fuera pintando aquí, o en Aranjuez, en Fuenterrabía, en Murcia, en Ávila, o en Torrelodones. Otro de sus ancestros más próximos en el tiempo sería también para mí Santiago Rusiñol, ese extraordinario cantor de nuestro paisaje con acento moderno, con el que, bien es verdad, en diversas ocasiones y por diversas plumas, se le ha emparentado. Por lo que no voy yo ahora tampoco a repetir argumentos.


En cierta ocasión decía el propio Rafael Botí que él, más que nada, “amaba la naturaleza”. A lo que ya añadimos nosotros que ese amor no lo fue a la manera de la prudente distancia del ecologista, –que con el intelecto la defiende en función de unos ideales humanísticos con objeto de preservarla–; ni de la jactancia normalmente usada por el naturista, –que la ensalza con el propósito egotista de servirse de ella–; sino que, más bien, Rafael Botí la enfrentó con el fervor del místico asceta que la disfruta sin tocarla, teniendo solo abierto el campo a su contemplación, a penetrarla con la mirada, no con el tacto.


Solo por ese camino puede nacer la poesía, y qué duda cabe que Rafael Botí ha sido un singular poeta de la pintura; y como escribió Mario Antolín, tal vez el más entrañable de nuestros pintores. Por lo que solo nos queda volver a insistir en la premisa de que, en todo caso, a él y solo a él le habría cabido el honor de haber abierto la pintura cordobesa a la Modernidad.


José María Palencia Cerezo
Inédito, 2014

 

 

1 Palencia Cerezo, José María: “El paisaje de Córdoba y la pintura de Rafael Botí”, en Rafael Botí. Momentos cordobeses, catálogo de la exposición, Museo de Bellas artes de Córdoba y Sala de Arte Adolfo Lozano Sidro, Priego de Córdoba, 1994.


2 Véase García Guatas, Manuel: “Zuloaga y los paisajes de España”, en Zuloaga en Fuendetodos, Zaragoza, 1996, p. 22.

3 Palencia Cerezo, José María: “Rafael Botí, académico y pintor del paisaje de Córdoba”, en Boletín de la Real Academia de Córdoba de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes, 142, 2002, pp. 367-372.


4 Véase el desarrollo de estos temas en Cerezo Galán, Pedro:“El pensamiento filosófico: de la generación trágica a la generación clásica. Las generaciones del 98 y el 14”, en La edad de plata de la cultura española: (1898-1936). Coord. por Pedro Laín Entralgo, vol. 1, 1993 (Identidad, pensamiento y vida, hispanidad), Madrid, 1997, pp. 133-318.

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