Cargando

Francisco Solano MárquezPeriodista

Francisco Solano entrevistando al pintor en su chalet de Torrelodones, 1990

Córdoba en el recuerdo de Botí

Para Rafael Botí Córdoba si estaba lejana, como vislumbrara Lorca. Pero procuraba tenerla presente, desde su exilio interior madrileño, en muchos de sus cuadros y en otros detalles.

Por ejemplo, en el nombre de su chalet de Torrelodones, “El Tomillar”, bautizado así en recuerdo de la calle del barrio de San Pedro donde conoció a Isidra Torres, el amor de su vida, cuya desaparición en 1983 nubló su alegría de vivir.

En las conversaciones gratas y sosegadas que mantuve con el pintor –generalmente motivadas por entrevistas periodísticas–, siempre estaba Córdoba presente, entre la evocación y la añoranza. Una Córdoba que él sintetizaba en tres colores: el blanco de la cal, el ocre y el azul. El más prolongado de aquellos diálogos lo celebramos en su chalet madrileño en el verano del 90, y su elaboración escrita –publicada en una monografía dedicada al pintor por la Caja Provincial de Ahorros– me sirve ahora de base para este acercamiento a la Córdoba recordada por el pintor. Una Córdoba idealizada, alimentada de recuerdos y sublimada de color y poesía en los numerosos cuadros en que la homenajeó.

Con los lienzos de Botí sobre motivos cordobeses se podría trazar un bello y lírico paseo pictórico y sentimental por la Córdoba que el artista tanto añoraba. El primero de ellos, Patio de la Fuensanta, plasmado en 1917 en un lienzo de juventud, motivo que repetiría en 1925; Alcornocales de la Sierra de Córdoba, de 1922; Entrada a las Ermitas, de 1925; Convento de Santa Isabel, de 1929; Córdoba callada, de 1959, simbolizada por el blanco ascetismo de ese callejón el Bailío, motivo que repetiría en 1982 como nocturno. También dejó su mística interpretación de la contigua plaza de Capuchinos en versión diurna –Cristo de los Faroles, de 1970– y nocturna –La noche en la plaza de los Dolores, 1978–. Pintando Un patio de la reja Don Gome, en 1963, tan ensimismado estaba en captar la magia de su colorido, que se olvidó del tiempo y quedó encerrado –hermoso encierro– en el Palacio de Viana, cuya Fuente de la Madama también le sedujo para llevarla al lienzo en 1961 y en 1982. Los patios le cautivaron siempre, además de ésos, en 1972 plasmó en Patio de la Judería el de Albucasis, 6; en 1982, recreó en Patio Antiguo el sosegado intimismo del patio mudéjar de la Biblioteca Municipal. Otras veces sólo le interesaba un detalle de los patios, como las fuentes que los adornan con su música acuática y perenne: La fuente del olivo, de 1973, es lo que más le interesó del Patio de los Naranjos; La fuente del patio del Museo también protagonizó sendos lienzos, en 1981 y en 1990; y otra fuente es el motivo central del cuadro Jardín cordobés, cuyo exultante cromatismo desmiente que el artista tuviese 87 años cuando lo pintó. Un año después también se fijó en el umbroso intimismo de “La Fuente de la calleja del pañuelo”, recinto que es como un patio abierto al tránsito de quien sepa descubrirlo y apreciarlo. Córdoba siempre. Y es que como estaba lejos de ella y tanto la amaba –fue el segundo gran amor de su vida, después de Isidra–, se permitió el lujo de recrearla en el caballete para tenerla cerca; para sumergirse en su luz y en su sosiego y en su paz pueblerina, donde arrulla el caño de la fuente, taladra el silencio del alba la campanilla de una espadaña conventual y el aire diáfano se embriaga de azahar. Un lujo.

Cada cuadro sobre Córdoba despertaba en él un vivo recuerdo.  Por  ejemplo,  contemplando su portadita del convento de Santa Isabel recordaba el pintor el musical destino que había tenido uno de los cipreses que se asoman por encima del tejado. “Una vez que estuve en casa del luthier Miguel Rodríguez, que era un gran artista –evocaba Botí–, olía la mar de bien, y era el ciprés ese, que por lo visto enfermó y Miguel compró la madera para hacer guitarras; lo tenía allí, troceado, en el patio de su tienda”.

Nacido con el siglo en la calle Gutiérrez de los Ríos o Almonas –una lápida lo recuerda sobre la fachada de la actual casa número 19–, la Córdoba que alimentaba la nostalgia del pintor era, fundamentalmente, la que vivió en su adolescencia, antes de marcharse a Madrid en 1917 para continuar sus estudios de viola y vivir de la música, su profesión alimenticia. Una Córdoba muy parecida a la que descubrió Pío Baroja como escenario de las andanzas de Quintín en La Feria de los discretos.

La calle Almonas era uno de los pasos obligados para bajar a la Corredera. “Todas las mujeres de San Lorenzo, de Santa Marina y de los Padres de Gracia pasaban por mi calle camino de la plaza de la Corredera, ‘la plaza grande’, que era muy bonita y muy alegre. Fue una lástima que quitaran aquel mercado de hierro: ¡qué alegría le daban los pregones de los vendedores, y aquellas mujeres llamando ladrones al de las patatas o al de los huevos…! Sí, aquello era muy bonito, como muchas cosas de Córdoba que ya han ido desapareciendo”. En la esquina de la calle Almonas recordaba Botí haber visto coros de ciegos interpretando las canciones de moda.

Pero los mejores recuerdos de aquella Córdoba de principios de siglo, que era como un pueblo grande de 70.000 habitantes, los asociaba Botí a su etapa de aprendizaje artístico en el antiguo hospital de la Caridad de la plaza del Potro, donde convivían la enseñanza de la música y de la pintura. “Es que el Conservatorio, donde yo estudiaba música, estaba en el mismo edificio del Museo, que le llamábamos ‘el Dibujo’, porque allí estaba también la escuela de Artes y Oficios; el Conservatorio estaba en el piso alto y el Museo en el bajo, y había allí un banco donde esperaban las dueñas que llevaban a las niñas, porque entonces las niñas no podían salir solas de sus casas. Yo me iba muy temprano, y mientras llegaban los profesores me entretenía viendo el jardín maravilloso y el Museo, cuyos cuadros me sabía de memoria, pues cuando llegaban los turistas, Morente el conserje les abría la puerta yo me colaba”. Fue aquel el primer contacto de Botí con la pintura, cuyo aprendizaje acabaría compaginado con la música. Siempre recordó a profesores como Victoriano Chicote y Ricardo Agrasot.

Un recuerdo indeleble para el muchacho fue aquella visita escolar con su maestro Eloy Vaquero al vecino estudio de Julio Romero de Torres, del que le embriagó el olor de los barnices y las pinturas. Más tarde tuvo el privilegio de recibir enseñanzas del propio artista, con quien le sucedió una curiosa anécdota. “Un día me fui muy temprano –evocaba–, entré en la sala de los modelos, cogí un bajorrelieve egipcio y empecé a dibujarlo. Aquel recuerdo que llegó don Julio muy temprano, vio aquello y me dijo ‘levántate’; me levante, cogió el trapo, sacudió el papel y empezó a dibujar; hizo un dibujo precioso –que claro, se perdió– hasta que dieron la hora, en que se levantó, me puso la mano en el hombro y me dijo: ‘Este te ha salido bien, Rafalito’ ”.

La fascinación que le produjo Madrid –donde recibía clases de Vázquez Díaz, visitaba a diario el Prado o instalaba su caballete en el Botánico o en la Casa de Campo para plasmar la inagotable naturaleza– no le hizo olvidar Córdoba, que tanto echaba de menos. Hasta el punto de que cuando llevaba un año en la capital de España, suspiraba: “¡Ay, si pudiera volver a Córdoba y ganarme la vida allí…!”. Yo le preguntaba por lo que más echaba de menos. “Todo –respondía–; las calles, los amigotes, las tertulias del café La Perla, donde había catedráticos, ex– gobernadores, vendedores de periódicos, zapateros, albañiles, músicos…”. Por cierto, entre los personajes que frecuentaban La Perla por entonces, recordaba Botí a Manolete padre. “Llevaba un bastón de hierro para mantener el brazo en forma, y sonaba por la calle Gondomar, pum, pum, pum. ‘Ahí viene Manolete’, decíamos”.

Pocos años después, Botí bajó a Córdoba para arreglar su servicio militar, del que pudo librarse alegando miopía. Y aunque la visita fue circunstancial tuvo ocasión de frecuentar los lugares y amigos de su predilección. Charlando en el Café Suizo con su amigo el escultor montalbeño Enrique Moreno, apodado “El fenómeno”, surgió la idea de celebrar una exposición conjunta en el Círculo de la Amistad, que tuvo lugar en 1923. “Recuerdo que era presidente del Círculo don Rafael Sánchez Gómez, un militar, que nos recibió cordialmente, pues entonces ni el Fenómeno ni yo estábamos bien vistos por la buena sociedad cordobesa. Nos dio carta blanca para que hiciéramos la decoración a nuestro gusto”. Allí colgó Botí algunos de sus cuadros predilectos de entonces, entre ellos, Alcornoques en la Sierra de Córdoba. Y guardó un buen recuerdo de la acogida que le dispensaron sus paisanos. “No se portaron mal, a pesar de que no imitaba a Romero de Torres, porque entonces todos los pintores tenían que ser imitadores de Romero de Torres; y mi pintura, sin embargo, era más bien una cosa inspirada en los impresionistas franceses, así como en Joaquín Mir, en Rusiñol, en Regoyos…”.

Aquella vuelta circunstancial a Córdoba reavivó su deseo de retornar. “¡Que más hubiera querido yo! Si hubiera tenido a alguien que me hubiera protegido y me hubiera metido en el Ayuntamiento o en la Diputación, como a otros…; porque yo estaba capacitado entonces para ser escribiente, pero nadie, nadie me echó una mano –se lamentaba–. Ojalá me hubiera podido quedar; hubiera disfrutado muchísimo. El ideal de mi vida hubiera sido  vivir  en  Córdoba, aquella Córdoba que ya no existe, y hubiera pintando muchas cosas desaparecidas”. (“Aquí yo habría sido como un cronista plástico de la ciudad”, diría en otra ocasión). “Ahora, que luego, la vida…, no sabe uno que es mejor. Porque si me quedo allí a lo mejor me ‘apiolan’, como a todos mis amigos”. Se refería el pintor a los amigos muertos de forma violenta en la Guerra Civil, entre ellos el propio Enrique Moreno, lo que nunca comprendió.

De Córdoba le gustaba pintar cualquier cosa, “pues allí –confesaba en Madrid– le sorprenden a uno hasta los jaramagos que salen en los tejados. Y casi siempre la he pintado del natural, aunque otras veces también soñando. A mí me gustaba subir a la torre de la Catedral y ver el paisaje de Córdoba desde allí arriba, con aquellos patios, y las palmeras centenarias surgiendo de algunos…; era divino”.

En una conversación larga y distendida con el artista, surgía a cada paso, inevitablemente, la comparación entre Córdoba y Madrid, que siempre era favorable a Córdoba, claro, su paraíso perdido. “Mientras Córdoba olía a f lores, Madrid olía a gallineja y a cucarachas, porque como se guisaba con carbón, anidaban en él. Mi abuela se compraba ramitos de jazmines y los ponía en la cabecera de la cama para espantar los mosquitos”. A Botí le fascinaban las f lores, como queda bien patente en muchos de sus cuadros, y recordaba los jardines que embellecían las placitas de los barrios populares, íntimas y recoletas. “En todas las plazoletas de Córdoba –evocaba– había un jardín. Recuerdo los de San Pedro, la Magdalena, San Bartolomé y la plaza de las Cañas. Cuando llegaba la tarde salían las mujeres cordobesas de las casas de la vecindad a barrer la calle, con aquellas escobas cortas y unas cañas para sacar las boñigas de entre las piedras, y luego, regaban. ¡Y había una competencia entre unas casas y otras…!”.

Pero aquella Córdoba que el pintor adoraba en el recuerdo iba transformándose, de tal modo que en cada retorno a la ciudad, de tarde en tarde, encontraba cambios que le entristecían, porque alteraban aquellas imágenes que coleccionaba en su retina, que el paso de los años iba amarilleando como postales antiguas. Por ejemplo, había en el barrio de San Lorenzo una casa que le fascinaba. “Cuando vuelva a Córdoba la voy a pintar, pensé; pues cuando volví había desaparecido”. Y es que, como solía decir con su agudo sentido del humor, “los alcaldes y los arquitectos han acabado con aquella Córdoba”.

Sus exposiciones en Córdoba sufrieron una larga e  incomprensible  interrupción,  pues desde 1931, en que expuso en la Diputación, no volvió hasta 1972 con motivo de otra muestra en la activa galería Studio de José Jiménez Poyato, que representó no sólo su reencuentro con Córdoba tras una larga ausencia, sino el descubrimiento de su pintura por muchos cordobeses que sólo habían visto esporádicamente cuadritos suyos en exposiciones colectivas. Constató entonces con profunda tristeza cómo habían desaparecido muchos de sus viejos amigos, aunque tuvo el gozo de encontrar otros nuevos, atraídos por la bondad que irradiaba su persona y por la desnuda belleza de su pintura. No fue aquella una visita fugaz. “Como estuve bastantes días en Córdoba –recordaba–, dedicaba las mañanas a recorrer la ciudad y a descubrirla, que para mí era distinta, aunque quedaban también vestigios de mis tiempos, que me emocionaban”.

Uno de los cambios más notables que apreció fue la fisionomía de la calle Gondomar, hasta el punto de dudar si era la misma. “Una noche estaba en la calle Gondomar y tuve que preguntar si era la calle Gondomar. Yo la recordaba preciosa, con sus toldos por el día…; estaba el café La Perla, que tenía tanta importancia; Paco Mesa, el de los muebles; y sobre todo el Club Guerrita, que fue una pena que desapareciera, pues lo debieron dejar como museo. Cuando pasábamos por allí veíamos a los toreros antiguos, que tenían un sello…; no como ahora, que parecen oficinistas. Recuerdo a Guerrita, con las piernas cruzadas y comiéndose el mundo”.

Aprovechó el pintor aquella estancia en Córdoba para pintar algunos cuadros, entre ellos La Fuente del Olivo. También tomó apuntes para futuras obras. “Yo pinto del natural –afirmaba–. O tomo notas escritas que me ayudan luego a comprender el asunto: esto sobra, lo otro falta… Pero primero me tiene que emocionar el motivo”.

Desde aquel reencuentro con Córdoba en 1973, sus visitas fueron menos espaciadas. Así, 1979 fue un año que siempre recordó con especial afecto, pues el primer Ayuntamiento democrático encabezado por Julio Anguita le entregó el título de Hijo Predilecto y colgó de su cuello la Medalla de Oro de la ciudad, saldando así la deuda que Córdoba tenía pendiente con quien tanto y tan amorosamente había pregonado su belleza. El emotivo acto tuvo lugar el 24 de noviembre en el Salón de los Mosaicos del Alcázar de los Reyes Cristianos, y el pintor correspondió entregando a la ciudad un hermoso cuadro de juventud, Córdoba mora, su visión de la enigmática calleja de la Hoguera, pintado en 1926. “Guardo un recuerdo de gratitud y de sorpresa –confesaba Botí refiriéndose a aquel homenaje–, porque nunca había pensado en una cosa así; y ver que la gente respondió y que tenía todavía tanto afecto, pues me emocionó”. El pintor respondió a aquel reconocimiento de su ciudad de la mejor forma que sabía hacerlo: con una hermosa exposición antológica celebrada en la desaparecida galería Juan de Mesa. La Real Academia no se quedó atrás, y le nombró Correspondiente.

A partir de entonces, su presencia en Córdoba se torna cada vez más frecuente, como si en los últimos años de su vida hubiese querido compensar las prolongadas y dolorosas ausencias anteriores. Así, en 1983 el Conservatorio Superior de Música, dirigido entonces por Rafael Quero, le dedica una exposición-homenaje, y el mismo año vuelve a exponer en la galería Studio, a cuya sombra, en la contigua terraza de Siroco, se le ve a menudo compartiendo tertulia con las gentes de la cultura que frecuentan el lugar. Tres años más tarde protagoniza una magna exposición antológica en el Palacio de la Merced, organizada por la Diputación, que le dedica un catálogo-libro escrito por el recordado Francisco Zueras, también autor del dedicado poco tiempo antes por CajaSur, El pintor Rafael Botí, en cuya presentación el escritor Antonio Gala define su pintura como “un acto de amor”. En 1990 recibe en el Círculo de la Amistad el trofeo “Cordobés del Año”, en el apartado Cultura, instituido por el Diario “Córdoba”, que le entrega su director, el periodista Antonio Ramos. Aquel mismo año, celebra su noventa cumpleaños como pintor activo con una exposición de obra reciente en la Caja Provincial de Ahorros, que le dedica la primera monografía de su nueva colección “Galería de Arte”. Pero además de tan frecuentes exposiciones personales, siempre había un cuadro de Botí presente en las numerosas muestras colectivas que Córdoba celebra a lo largo de las últimas décadas.

Poco tiempo después de su muerte, acaecida en Madrid, un tibio día de febrero de 1995, Córdoba sellará su recuerdo dedicándole en el barrio de Santa Marina una placita tan sosegada e intimista como su pintura. Y ahora, la Diputación Provincial celebra su primera exposición cordobesa de carácter póstumo. Al igual que en sus cuadros “siempre canta un pájaro”, como aseguraba el pintor José Caballero, ahora, probablemente, nos acechará tras los lienzos su espíritu ingenuo y algo burlón de mirada limpia, liberado de los achaques terrenales, para guiñarnos desde la cantarina fuente de un patio, la lívida cal del Bailío o la fronda de la Sierra, y pedirnos, como solía hacer al despedirse de sus paisanos: “Dele recuerdos a los naranjos y al patio del Museo”. Y cuando su espíritu quede ocioso al término del horario de visitas, se dará una escapada a la calle Lineros para tomarse un medio en la taberna del Potro, que solía ser su última parada antes de regresar a Madrid.

 

Del catálogo exposición en el Palacio de la Merced
de la Diputación Provincial de Córdoba, 1997

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para el correcto funcionamiento del sitio y generar estadísticas de uso.
Al continuar con la navegación entendemos que da su consentimiento a nuestra política de cookies.
Continuar